La protagonista de la siguiente historia me ha rogado encarecidamente que difunda por todos los medios posibles el siguiente fragmento de su diario, para que puedan leerlo personas que, como ella, se encuentren en una situación similar:
La de apostar sensatamente por la felicidad y, a pesar de ello, sentir culpa.
“Hace dos años que duermo sin miedo. El mismo tiempo que mi marido lleva sin ponerme la mano encima. Desde que le internamos en un centro especializado, él está completamente estabilizado de su enfermedad mental, esa pesadilla que le diagnosticaron al poco del primer ictus.
Aún así, al principio, sentí una enorme culpa de no tenerle a mi lado. Culpa de alegrarme de que otras personas que no fueran su esposa, lograran calmarle y cuidarle mejor que yo. Seguía enamorada de él, incluso ahora lo estoy, pero lo cierto es que el templo, que alguna vez fue nuestro hogar, se había convertido en el infierno.
Cuando me propuse volver a disfrutar, a maquillarme, me costó mucho. Aunque salía únicamente a tomar café con mis amigas, lo cierto es que me sentía muy mal al pensar que él, mientras, permanecía ingresado.
Pero el tiempo pasa y la culpa de tenerle en el centro, está desapareciendo. No siento culpa ninguna de haber recuperado la paz de mi hogar. Sin embargo, ahora, ha aparecido un sentimiento aún más duro: «siento culpa de no sentir culpa»
Mi terapeuta me dice que es normal, que, hasta ahora, la culpa me servía para sostener una imagen de esposa perfecta que yo misma me he labrado día a día. Una imagen que me he impuesto a mi misma y que a la vez me somete.
Ahora debo bajar ese listón y aceptar que no soy la mujer perfecta, entre otras cosas, porque la perfección no existe. Y ahí estoy, peleándome con ese juez que me he inventado sobre mí misma. Prometo ganar la batalla contra él y conseguir ser feliz.”
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