Cada vez que un paciente llega a mi consulta por primera vez, abordamos lo que le supone el hecho en sí de venir a terapia.
Hay quien siente cierto apuro al expresarme sus confidencias, mientras otros comparten sin problema su intimidad. Los hay más dubitativos, incluso nerviosos. Otros vienen desesperanzados, y también hay quienes se muestran cómodos y relajados… Algunos han compartido, con una o varias personas, que han decidido venir a verme, mientras otros lo mantienen en privado.
Sin embargo, todos ellos tienen algo en común: sienten y saben que, atreverse a pedir ayuda, es un acto de valentía, y en algunos casos incluso de heroicidad, ya que conlleva aceptar que uno solo no puede con todo, ni siquiera consigo mismo.
Así es. Cuando alguien reconoce que necesita ayuda y la busca, está realizando el mayor acto de humildad y franqueza consigo mismo y para eso, como decía aquella canción… hace falta valor.
Quizá con esto no estoy descubriendo nada nuevo, ya se sabe que no es tan sano aquel que no siente miedo como aquel capaz de asumir sus temores. Pero lo que se ha resaltado menos es la consecuencia de este acto: Quien es capaz de reconocer que algo le pasa, que necesita ayuda, inmediatamente se siente mejor, con más fuerza y energía.
¿Por qué pasa esto? ¿No deberíamos sentirnos más débiles que antes? ¿El golpe de realidad no nos hace sentir más frágiles?
Todo lo contrario. Una vez que aceptamos nuestras emociones, ya no tenemos que dedicar esfuerzos a evitarlas, taparlas o camuflarlas. Con lo cual, disponemos de una energía extra con la que no contábamos antes. Es una vitalidad que nos llega por sorpresa, para emplearla de otra manera más saludable para nosotros.
Es pura física, piénsalo …
verdad verdadera!
Así es Mar … no hay trampa ni cartón 🙂